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lunes, 16 de noviembre de 2009

Des

Me falta vergüenza para robar las letras des-rimadas de una mujer vampira. No es que me des-sorprenda el dolor que le causen las balas solitarias que han engreído nuestra tierra, pero estoy acostumbrada a des-apreciar cualquier cosa que me descontente.

Es casi una pasión y por nada una descostumbre. Disgusto del afán de tantos de la publicidad más vana. La juzgo –dirán algunos- mas no la condeno (¿Quién podría condenar tanta pus y tantas yagas?)

No adolezco descredulidad para comprarle la ofensa; pero me descalma el afán morboso de la sorpresa más vaga.





No me condenen… a mí me falta vergüenza para robar letras desrimadas.

El Hombre del defecto

He concluido en llamarle “el hombre del defecto”. No lo digo -quede claro- por la plata prematura que le enmarca las sienes, ni por la altura incómoda, los brazos delgados, o la mancha del sweater que llevó al salón.

Él resulta ser un hombre defectuoso, -por mucho que el defecto sea sólo uno-. Un defecto que le opaca los besos dulces que tiene; la mirada tierna; las posibilidades sexosas que –confieso- alguna que otra vez me han acompañado al soñar.

Aun defectuoso lo he esperado en cierto modo, como esperan las ánimas al día de muertos, o esperan las aves al sur. Lo he deseado, lo confieso, aun con su defecto de siete letras y un aborto, con su palabra vacía o con su infidelidad.

Al hombre del defecto lo saludo en lo lejano; lo deseo la próxima coincidencia; lo ignoro al pasar.







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