A un amor perdido
y un amigo ganado
Lo conocí una noche oscura -de esas coincidencias caprichosas y sarcásticas que se le presentan a uno de vez en cuando- Yacía desparramado e inherte sobre una silla de jardín… invisible, superior y sobrehumano. Su hablar era sereno y absoluto, como si la oscura noche fuera eterna y única. Una noche sólo para hablar despreocupadamente, beber cerveza a sorbos y sobreexistir.
Y ahí estaba yo. Sorprendiéndome maravillada con su perfil estampado en el rojo cantina de la pered del tugurio; con el mundo inexistente fuera de la sucia puerta de madera, disfrutando su aroma y bebiendo embelesadamente su conversación. Carajo, estaba maravillada. Encandilándome con el brillo acuoso de sus ojos perdidos; resbalando graciosamente por el costado de su nariz perfecta y hundiéndome en los desvaríos exactos de su sinrazón. ¡Puta! ¡Qué embelezo tan folclórico y acigarrado, qué dicha tan etílica, qué somera infinidad!
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